lunes, 30 de septiembre de 2013

Miedo al miedo


El miedo a sufrir ataques de pánico incapacita a muchas personas para llevar una vida normal. Acciones cotidianas como salir de casa solo o ir al trabajo se convierten en una auténtica pesadilla para quienes padecen esta fobia. Sufren miedo al miedo.

Voy hacia el trabajo, como cada lunes, en ese vagón de la línea 1 de metro que, en hora punta, se abarrota de gente como si no fueran a pasar más trenes. De repente, y sin una causa aparente, comienzo a sentirme raro. Creo que me falta el aire, noto taquicardias, tengo una extraña sensación de mareo, como de desorientación, y me tiemblan las manos y las piernas. Comienzo a asustarme y unos fríos sudores me caen por la frente. Un miedo atroz me asalta y no sé qué me está pasando; solo sé que necesito escapar”. Esto, que podría ser parte del argumento de una película de terror, es una experiencia real, contada por una víctima, causada por una fobia que ya afecta a millones de personas: la agorafobia.

La agorafobia, tan extendida, es realmente una gran desconocida a la que generalmente se atribuye el miedo intenso que pueden provocar los espacios abiertos. Sin embargo, esta palabra encierra una realidad bastante más compleja. Una realidad que, según estadísticas, afecta sobre todo a mujeres y a jóvenes, y cuyas cifras parecen estar en aumento, y esto teniendo en cuenta que muchos casos siguen sin ser diagnosticados o, por la similitud de los síntomas, se confunden con depresión o ansiedad.

Cuando se sufre agorafobia, a lo que realmente se teme no es a un espacio abierto en sí mismo, sino a sufrir un ataque de pánico cuyos síntomas son, entre otros, palpitaciones, sudoración, temblores, sensación de falta de aire, angustia, sensación de atragantamiento o de mareo– en un lugar o situación de la que sea difícil escapar. De ahí que el terror se produzca tanto en espacios enormes, como por ejemplo calles anchas o carreteras, como en espacios cerrados, tales como ascensores o túneles. A lo que los agorafóbicos tienen miedo es al miedo.

Para un agorafóbico, cosas tan cotidianas como ir a trabajar cada día, utilizar el transporte público, conducir o coger un avión pueden convertirse en un auténtico infierno, que llega, incluso, a incapacitar y modificar la propia vida. Tras haber atendido a cientos de pacientes, Rubén Casado, psicólogo y fundador de Amadag (Asociación Madrileña de Agorafobia), ha podido comprobar que “cuando se sufre un ataque de pánico algo se rompe dentro de uno y nada vuelve a ser como antes. La experiencia del pánico es tan pavorosa, que parece que se hubiera producido un atentado en el interior de las personas, quedándose vulnerables y desnudas”. Lo peor de esta experiencia es que quien lo sufre toma, de forma inmediata, conciencia de su propia debilidad, descubre que no es irrompible y ante esto comienza a desarrollar una elevada inseguridad. El agorafóbico –continúa Casado– se convierte en un auténtico experto en el arte de la evitación y hace todo lo posible por no volver a sufrir de nuevo esa aterradora experiencia”.

Sin embargo, el agorafóbico no siempre evade situaciones que le pueden provocar otro ataque, a veces opta por fórmulas que piensa que le van a ayudar a no sufrir una crisis como, por ejemplo, ir siempre acompañado a los sitios o llevar el teléfono móvil o tranquilizantes consigo; una actitud tan peligrosa como la evitación ya que, según los expertos, limita igualmente o más.

Una fobia catastrofista y carcelera
La agorafobia llega sin avisar y se apodera de quien se deja avasallar por su mecanismo de actuación; un mecanismo basado en el miedo, la incertidumbre y las imágenes catastrofistas. Joaquim Vencells, presidente de la Asociació Gironina d’Agorafòbics, sufrió durante 10 años esta fobia que incluso le llegó a impedir desnudarse por si tenía que salir en cualquier momento corriendo por un ataque de pánico. En 1997 fundó la asociación para ayudar a que otros pacientes no tuvieran que sufrir tanto tiempo como él antes de ser diagnosticados.

“Cuando la agorafobia aprieta, la persona que la sufre queda incapacitada para todo tipo de labor, hasta el punto de no poder ducharse solo”, apunta Joaquim Vencells. El agorafóbico va reduciendo su mundo y su vida hasta un pequeño espacio en el que él se encuentra seguro y que “llega un punto en que se limita a la cama y el sofá. Y siempre sin estar solo por si necesita ayuda”.

Un agorafóbico puede permanecer encerrado en su casa durante años por el horror que le produce la idea de poder volver a vivir de nuevo esas sensaciones angustiosas. De hecho, esto no solo conlleva para muchos la pérdida del trabajo o de amigos si no que también llegan a padecer un deterioro moral y personal muy difícil de recomponer. Se autocondenan, según cuentan los especialistas, a un largo aislamiento en el que la agorafobia es su carcelera.

Recuperar la vida
En general, y pese a que existen unos casos más difíciles que otros, el pulso a la agorafobia se puede ganar, ya sea aprendiendo a convivir con ella o aniquilándola por completo. En ambos casos, la batalla puede ser considerada como ganada. En la actualidad se ha avanzado mucho en el tratamiento de esta fobia y un elevado número de personas han aprendido a vivir de nuevo.

En la asociación Amadag, tras casi diez años atendiendo a personas con esta dolencia, han comprobado que de todas las terapias la llamada cognitivo-conductual es la que ha resultado más eficaz en el tratamiento de la agorafobia y el pánico. Este tratamiento se basa, fundamentalmente, en que el agorafóbico se eduque de nuevo bajo una conciencia nada catastrofista, que reestructure sus pensamientos y el comportamiento orientándolo hacia el triunfo de él frente al miedo. Es, básicamente, una especie de entrenamiento para poder enfrentarse a situaciones temidas; una exposición a la vida real.

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